Pintura mural del Renacimiento en el Reino de Jaén

PRÓLOGO
El estudio de nuestra pintura mural ha sido uno de los grandes ignorados por la historiografía del arte español.
Ciertamente, la labor pictórica llevada a cabo en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, realizada por artistas en su mayoría de origen italiano -sin por ello menospreciar la notable presencia de españoles-, como Pellegrino Tibaldi, Luca Cambiasso, Rómulo Cincinnatto, Francesco da Urbino, Fabricio Castello, Gaspar Becerra, Luis de Carvajal o Miguel Barroso, entre otros, mereció la atención de autores como don Diego Angulo o el meritorio trabajo de Zarco Cuevas, publicado en 1931.
Sin embargo, junto a este núcleo de pintura cortesana, no hay que ignorar que en España la decoración muraria remitida a la pintura siempre había gozado de una fecunda tradición. La pintura mural, en la mayoría de los casos realizada con la técnica del temple, por su eficacia expresiva y economía de recursos, había sido un componente fundamental a la hora de configurar la imagen de edificios tanto civiles como religiosos. Y es que nunca se podrá disociar esta modalidad pictórica de su soporte arquitectónico. La pintura mural siempre fue concebida como epidermis del edificio, a cuya fábrica prestaba su arte para dotarla -tantas veces-, con su ficción figurativa, de una sintaxis inexistente en su estructura. La pintura mural presta su elocuencia artificiosa a una edilicia muda y neutra, y la hace aparecer con el esplendor de una soñada ordenación morfológica.
De extraordinario desarrollo en Italia, Francisco Pacheco nos remite a la figura de Julio de Aquiles como aquel artista que hizo renacer esta técnica pictórica en nuestro país. Y es cierto: tanto Julio de Aquiles como Alejandro Mayner habían creado las bases de esta modalidad pictórica en ciudades como Valladolid, Úbeda o Granada. No hay que olvidar que estos creadores fueron promocionados por un mecenas particular, don Francisco de los Cobos, al igual que -años más tarde- otro aristocrático comitente, don Álvaro de Bazán, brindaba la oportunidad de desplegar su talento decorativo en su palacio de Viso del Marqués a otro italiano, Giovanni Battista Perolli.
Como hemos podido ya comprobar, la pintura mural vinculada a la arquitectura palaciega permanece a lo largo de buena parte del siglo XVI en manos de artífices italianos o formados en este país. A los nombres ya mencionados de Aquiles, o la familia Perolli, tendríamos que añadir otros como Cesare Arbasia, Julio Antonio de Aquiles, o los Raxis, dinastía artística de origen sardo.
Empero, junto a estas manifestaciones decorativas de indiscutible carácter innovador y claros resabios italianizantes, tampoco debemos ignorar que en España el estamento eclesiástico venía haciendo uso de estas modalidades pictóricas en su arquitectura conventual y diocesana por constituir un sistema barato a la hora de cubrir grandes superficies parietales, introduciendo a un mismo tiempo amplios programas iconográficos de fuerte impacto propagandístico y visibles resultados estéticos.
En la provincia de Jaén, junto a interesantes obras desaparecidas en ciudades como Úbeda, conocíamos los excelentes programas realizados, siguiendo la técnica del temple, en templos como la capilla del Hospital de Santiago, o la iglesia parroquial de la Asunción de Villacarrillo. Hablamos de obras relacionadas con los artistas Pedro de Raxis y Gabriel Rosales, cuya autoría, tal vez, tengamos que cuestionar algún día seriamente. Sin embargo nada nos hacía sospechar que en el antiguo Reino de Jaén, durante el siglo XVI, llegáramos a inventariar en la actualidad un conjunto de ochenta pinturas, aún conservadas, que muestran la gran variedad de facetas estilísticas y semánticas que estas pinturas adquieren en su extraordinaria diversidad. Y ello se ha conseguido gracias a la obra que me propongo presentar. Se trata del fruto investigador de un joven profesor universitario, José Manuel Almansa Moreno, quien, junto a una encomiable labor de campo, ha sabido unir rigor científico, sensibilidad intuitiva y -ante todo-, una perfecta preparación epistemológica.
José Manuel Almansa, en este libro, nos abre a los historiadores del arte y a todas aquellas personas interesadas por estas materias, todo un vasto horizonte de información y conocimientos, hasta hoy apenas percibido de un modo fragmentario, cuando no plenamente ignorado. Y lo hace en un momento doblemente crucial: en primer lugar por la importancia de su investigación y el atractivo de la materia; pero también porque muchas de estas obras se encuentran en un estado crítico de conservación.
La pintura mural, dependiente de las condiciones de estabilidad, humedad, contaminación, o simplemente abandono de la obra arquitectónica a la que se debe, ha sufrido los estragos de una paulatina degradación que, en tantos casos, la ha conducido a su ruina más absoluta. Posiblemente, de todas las modalidades pictóricas, la pintura mural llevada a cabo con la técnica del temple, o mixta -que no al fresco- es la más vulnerable a los agentes que impiden su conservación. Y el estado de conservación que en la actualidad presenta una gran parte de estas obras es, sencillamente, lamentable y de incierto porvenir.
Contrasta esta amarga realidad con la calidad excepcional de muchas de estas labores de pincel, su carácter innovador, su riqueza iconográfica, o su deslumbrante sentido ornamental. Son obras religiosas vinculadas a templos parroquiales en ciudades como Baeza, Jaén, Andújar, etc., a conjuntos pictóricos conventuales franciscanos y dominicos, y por si ello fuera poco, edilicia civil palaciega y doméstica.
En suma, el estudio que hoy nos presenta José Manuel Almansa es una propuesta completa que, partiendo de una exégesis de las técnicas aplicadas, nos remite a la localización de los diversos programas, sin olvidar sus funciones de complementariedad edilicia, sus programas iconográficos, sus diversos focos estilísticos -generalmente de origen familiar-, para concluir con la proyección a otras latitudes geográficas de este género pictórico que, en Jaén, como no podía ser menos dada su excepcional arquitectura renacentista, encontró el adecuado caldo de cultivo para su pleno desarrollo.
Estamos, por tanto, ante una indiscutible aportación de carácter historiográfico que, sin duda alguna, en el futuro habrá de encontrar nuevos horizontes especulativos para la cabal comprensión de un fenómeno complejo y siempre apasionante.

Arsenio Moreno Mendoza


LAS ERMITAS DE ÚBEDA

Tras la conquista de Úbeda por las tropas de Fernando III el Santo, se procedió a cristianizar la ciudad transformando sus mezquitas de barrio en iglesias, y construyendo otras de nueva planta. Como complemento a la organización de la ciudad en parroquias, alrededor de ella surgirían una corona de ermitas aprovechando, en ocasiones, primitivos oratorios islámicos al aire libre (muçallas).
Será con la Contrarreforma Católica cuando se produzca el gran desarrollo del fervor religioso, que se hace patente en el desarrollo de grandes fiestas y romerías populares que tendrán en las ermitas uno de sus principales marcos escénicos. Como complemento, la ciudad se inundará de numerosos elementos cristianos como cruces o pequeñas hornacinas devocionales que, frecuentemente, aparecen vinculadas a las ermitas. Posiblemente muchas de ellas formaran parte de un vía-crucis devocional.
El número de ermitas nunca ha sido fijado con exactitud. Teniendo en cuenta a autores como Ximena Jurado, Ruiz Prieto o Torres Navarrete, éstas podrían ser las siguientes: San Gil, Espíritu Santo, Santa Catalina, Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de Dios del Campo, San Ginés, Vera-Cruz, Nuestra Señora de Gracia, San Marcos, San Lázaro, San Cristóbal, San Sebastián, Santa Quiteria, San Bartolomé, Nuestra Señora del Pilar, Nuestra Señora de la Blanca, Santa Eulalia, San Julián de la Puente, Santiago y Nuestra Señora del Repudio.
Varias de estas ermitas se localizaban en el interior de la población o inmediatamente a sus murallas, como así ocurría con las ermitas de San Sebastián, Santa Catalina, la Coronada, Espíritu Santo, o San Gil. Por este motivo, algunas de ellas fueron absorbidas por fundaciones religiosas, como los trinitarios, dominicos o jesuitas para fundar sobre ellas sus conventos (lo que supondría la modificación de su fábrica original).
Muchas otras, debido a su posición alejada, se irían degradando progresivamente lo que conllevó su ruina a la postre. La invasión francesa supondría el golpe de gracia para muchas de ellas, como ocurrió con las de San Lázaro, San Cristóbal o Vera-Cruz (y de cuyo recuerdo aún queda la toponimia de las calles). Pocas tuvieron la suerte de convertirse en sedes parroquiales (Nuestra Señora del Pilar o San Bartolomé), lo que ha permitido su conservación, o incluso integrarse en proyectos de mayor envergadura (como la ermita de San Ginés, a partir de la cual se construyó el cementerio).
En la actualidad son pocas las ermitas conservadas, y muchas de ellas se encuentran en mal estado o enmascaradas por construcciones posteriores. Con motivo de las recientes obras que se están realizando en las cercanías de la Ermita del Pilar (popularmente conocida como Ermita del Paje), hacemos un breve repaso de algunas de estas ermitas que aún hoy subsisten en nuestra ciudad o en sus cercanías.

Comenzamos nuestro recorrido con la mencionada Ermita de Nuestra Señora del Pilar o del Paje, fundada en 1709 por el presbítero don Francisco de Pagez y Segura (de donde deriva su popular nombre).
De una sola nave, presenta un presbiterio elevado cubierto con cúpula sobre pechinas. Labrada por el cantero Fernando López, su arquitectura tardorrenacentista muestra un arco de medio punto entre pilastras corintias, coronándose con un relieve de la aparición de la Virgen del Pilar a Santiago; se remata con una espadaña.
De ermita semi-abandonada, pasó a ser erigida en iglesia parroquial en 1973 por el obispo don Miguel Peinado para atender el culto de la nueva zona de expansión de la ciudad. Su entorno, originariamente desértico como corresponde a una hera, se ha llenado en los últimos años de numerosos bloques de pisos y del eternamente proyectado Parque Norte, que han restado su visual de antaño.






Al igual que ocurre con la Ermita del Paje, el entorno de la Ermita de San Marcos se trataba de una hera de trillar ubicada cerca de la Fuente de las Risas, si bien su poblamiento se produjo desde el siglo XVI y muy especialmente durante el siglo XIX. Todo parece indicar que la ermita se construyó en 1449 en agradecimiento al Evangelista Marcos, cuya divina intercesión salvó las cosechas de un ataque de langosta que asoló la ciudad.
Esta primitiva ermita fue ampliada durante todo los siglos XVII y XVIII, siendo escenario de numerosas celebraciones durante la Edad Moderna. Será con la llegada de los franceses cuando se produzca la destrucción de la ermita, pasando el culto del santo a la cercana parroquia de San Isidoro.
Sin embargo, no todo el templo fue demolido pues aún quedan algunos restos integrados en una casa de la calle Fuente Risas: tan sólo unos sillares, así como algunos relieves de temática agrícola (una cruz entremezclada con una flor de cardo), así como la hornacina con la imagen de la Virgen (que posiblemente ocuparía el primitivo camarín).





Ya hemos mencionado quemuchas de las ermitas que hoy en día se conservan lo hacen gracias a que, con el tiempo, fueron adquiriendo otras funciones a las que primitivamente tenían. Eso ocurrió con la Ermita de San Bartolomé, que aglutinó un grupo poblacional que daría como origen a la actual pedanía de San Bartolomé, funcionando la ermita como iglesia parroquial hasta 1826.
El primitivo templo fue reconstruido totalmente entre 1720 y 1727, a expensas del sacristán Ginés Ruiz de Quesada y de su mujer Isabel Rodríguez López. El nuevo templo era más grande que la primitiva ermita, y en él se veneraba a San Bartolomé y a Nuestra Señora de la Blanca, siendo atendido por monjes de la Trinidad y de la Merced.
La aldea de San Bartolomé ha sufrido un importante proceso de despoblamiento, y en la actualidad sus edificios históricos se hallan en ruinas. Entre ellos mencionar una primitiva posada y la Torre de Garci Fernández, a la que se adosan construcciones posteriores (¿posible ermita de Nuestra Señora de la Blanca?)
En cuanto a la ermita, presenta una austera fachada en la que se distingue el espacio volumétrico de su capilla mayor (que presentaría un camarín), y disponiéndose una espadaña en ángulo. Su portada se trata de un sencillo arco de medio punto enmarcado por moldura rectangular y rematado con una hornacina (donde se alojaría la imagen del santo titular). Al interior se conservan algunas yeserías, que apuntan que la ermita presentaría una bóveda con lunetos. Su tejado se halla derruido en gran parte, lo cual no augura un buen futuro a los restos del templo, salvo que se intervenga en él.
Cerca de la ermita existe un pequeño oratorio donde se veneran las modernas imágenes de San Bartolomé y Nuestra Señora de la Blanca, así como una pila románica procedente de la primitiva ermita.



Finalizaremos nuestro recorrido con las impresionantes ruinas de la Ermita de Madre de Dios del Campo. De origen antiguo, las primeras referencias se remontan a 1495, año en que Pedro Sánchez Romo dona al convento de la Trinidad un palacio situado junto a la ermita.
El templo fue reedificado entre 1738 y 1787, tardándose mucho en la ejecución de las obras por la ausencia de donativos. En él se veneraban las imágenes de Madre de Dios del Campo, custodiada por San Joaquín y San José, existiendo además los altares de Santa Isabel, del Niño y de Santiago. Estaba dotada de una hospedería, cuya labor continuaría al menos hasta 1844.
Con la Desamortización Eclesiástica se enajenan los numerosos bienes a la ermita, permaneciendo abierto al culto gracias a la devoción del pueblo ubetense. Su estado de conservación en 1928 debía ser regular, pues se solicita su restauración.
En 1944 se proyecta la conversión de la ermita en una Casa de Ejercicios Espirituales, obras que se abandonaron en un avanzado estado de ejecución. Saqueado y desvalijado de algunos de sus bienes muebles, el inmueble llegó a ser ocupado por familias de gitanos, los cuales se calentaban usando las maderas del edificio. Como colofón, en 1977 el párroco Manuel Medina dinamitó la ermita para utilizar sus piedras en la ampliación de la Ermita del Paje, quedando la iglesia sin techumbre y algunos restos de su hospedería.
En la actualidad subsisten importantes restos del templo, como su fachada clasicista, con un arco de medio punto flanqueado por pilastras y un cuerpo superior compuesto por tres hornacinas y frontón recto (que alojaría en su interior un escudo heráldico). En su fachada aún se conservan restos de ventanas, que igualmente se ornamentan con pilastras, frontones rectos y jarrones. Al interior, el templo presenta nave única y se cubriría con bóveda de cañón y lunetos, que apoyaría sobre molduras de estuco. Su presbiterio se cubriría con una bóveda similar a las existentes en la iglesia de la Trinidad y San Lorenzo, lobulada y ornada con pilastras, y exuberante ornamentación de hojarascas en sus pechinas. Se complementaría con un camarín para alojar la imagen de la titular.
Junto al templo aún se conservan algunas estancias y restos de una arcada que la precedería. Igualmente aún se mantienen en pie los muros horadados de su hospedería. Sin embargo, la espadaña que coronaba la ermita hace un par de años ha desaparecido, al igual que muchas piedras y otros restos diseminados.
En 1988 se inauguró una nueva ermita bajo la misma advocación, ubicado en el paraje de La Alameda, sobre la fuente y el abrevadero.


Finalizamos nuestro recorrido iniciado en semanas anteriores dedicado a las ermitas ubetenses. En primer lugar trataremos de la Ermita de San Ginés de la Jara, germen del actual cementerio municipal.
Afirma Ruiz Prieto que la primitiva ermita ya existiría en tiempos de los árabes, funcionando como un lugar de oración. Tenemos algunas referencias de mediados del siglo XVIII, en la que algunos fieles devotos hacen mejoras en el santuario.
En 1796 se restauró el templo, tal y como nos ha llegado hoy en día. Las obras, encargadas por el bachiller José García de Otarola, prior de San Nicolás, y don Antonio Eduardo de Aranda, Caballero Venticuatro, fueron llevadas a cabo por el albañil Pedro Rus.
La ermita no sufrió daños durante la Guerra de la Independencia, razón por la cual sirvió como base para la creación del cementerio municipal en 1837, funcionando como capilla mayor del mismo. Presenta una sala única cubierta con techumbre de madera, precedida por un pórtico con espadaña.

Nos detendremos ahora en dos de las ermitas que mayor fama tienen en la actualidad entre el pueblo ubetense, en parte porque aún continúan prestando sus servicios religiosos con motivo de la romería de la Patrona, la Chiquitilla del Gavellar.
Sobre la Ermita de Nuestra Señora de Guadalupe o del Gavellar, en 1704 el licenciado Espinosa de los Monteros la sitúa a una legua más o menos de Úbeda. De ella dice lo siguiente: «Es la fábrica de esta ermita de muy relevante arquitectura, vistosa, fuerte y rica y hermosa, hecha a expensas de las limosnas que los fieles devotos han dado y dan».
Desconocemos la fecha de ejecución de este templo, si bien éste se alzaría a partir de la aparición milagrosa de la imagen, descubierta por el agricultor Juan Martínez dentro de una vasija llena de gavillas de trigo (de ahí su advocación) el 8 de septiembre de 1381. Hasta que se construyó la ermita, la talla románica se veneró en la Ermita de Santa Eulalia.
El primitivo templo ya estaría finalizado o muy avanzado en el primer tercio del siglo XV, como así lo certifica el testamento de Per Ibáñez, alguacil mayor de Úbeda, quien incluye la iglesia de Santa María de Guadalupe entre sus mandas testamentarias. De la fábrica original sería la portada del templo, un sencillo arco de medio punto coronado por la estatua de la Virgen coronada con un doselete.
Sin embargo, las obras de reparación y consolidación de la ermita se continuarían durante siglos. Será especialmente a mediados del siglo XVII cuando se produzcan obras en el santuario, que en su gran mayoría son las que nos han llegado en la actualidad. El templo actual presenta nave de salón, con coro alto y un camarín para la imagen precedido por el retablo neobarroco de Francisco Palma Burgos. Es una arquitectura muy sencilla, realizada en cantería, que se complementa con una torre espadaña y un patio de doble arcada, así como una cerca que lo aísla del entorno rural.
A fines del siglo XIX se producen numerosas obras de consolidación y mejora, que se continuarán con posterioridad. Así, en las últimas décadas se contabilizan varias intervenciones de gran calado. Por ejemplo, en vísperas del VI Centenario del descubrimiento de la imagen de la Patrona se realizarán numerosas obras de ampliación y mejora en el santuario, siendo presidente de la cofradía don Manuel Moreno Méndez. Las últimas obras de envergadura fueron ejecutadas en 2003, afectando especialmente a los tejados. Desde siempre, la Cofradía de la Virgen de Guadalupe ha velado por el mantenimiento del santuario; prueba de ello es que en la actualidad se demandan nuevas actuaciones en el camarín de la Virgen y otras zonas del templo que, esperemos, lleguen a buen puerto gracias a la participación de todos por el bien de nuestro patrimonio.

El otro templo vinculado con la romería de la Patrona es la Ermita de Santa Eulalia, la cual fue construida cerca de la Ermita de San Julián de la Puente. Todo parece indicar que se ubica sobre un asentamiento romano, conservándose numerosos restos de fortificaciones.
Desde 1446, los vecinos de Sabiote y Torreperogil conocían esta ermita bajo la advocación de Nuestra Señora de Santolaya. Estuvo a punto de arruinarse en 1878, pero la piedad de algunos ubetenses logró salvar sus piedras centenarias. En 1906 vuelve a resentirse su fábrica, realizándose nuevas obras de reparo y consolidación.
Fue en esta ermita donde se veneró la imagen de la Patrona hasta que se construyó la Ermita del Gavellar. Recuerdo de este hecho es, sin duda, el descanso que la imagen de la Patrona realiza el día de su romería antes de marchar a Úbeda o a su Santuario del Gavellar.